Plural, democrático y popular espíritu de “boliche”
o “buteco”
Mario PIRIZ
Un viajero experto y con escasos recursos, en una
mañana cálida de primavera, en Copacabana, Rio de Janeiro, cuando el apetito se
hizo insostenible, buscó y encontró a escasas dos cuadras de la playa, un
“buteco” discreto, limpio, frecuentado en esa hora por trabajadores de la
construcción y camioneros. No solo encontró el plato de comida, rico, y más
barato que en su propio pueblo uruguayo, sino una barra hospitalaria, abierta a
un turista pobre, que lo hizo sentir como en casa. Guías turísticos
improvisados, y con el majestuoso e histórico hotel Copacabana Palace a la
vista, - lugar habitual de hospedaje de la élite más rica del mundo -, abrieron, fraternalmente, a un ignoto
latinoamericano, su memoria ciudadana, sin preguntar de dónde venía ni hacia
dónde iba.
Poco después, recorriendo la playa, “la princesita del
mar” se encontró con otro proletario hospitalario y creativo, que luego de
invitarle a sentarse sobre la vereda de la avenida costanera, y con una
sonrisa, orgulloso y modesto, le hizo recorrer las decenas de aposentos de su
castillo y palacio de arena. No cobraba ni pedía propina. Sobre una tacuara,
una vieja lata de aceite, lucía el letrero: “si gustó, puede colaborar aquí”. Y
eso frente al emblemático hotel de
Copacabana, donde hasta el aire se factura en dólares.
Las anécdotas de nuestro amigo, sirven para señalar
que en cada ciudad, chica o grande y famosa, siempre es posible encontrar esos
espacios de encuentro y celebración. Habitualmente pasan desapercibidos, por
que a juicio de los mercaderes del turismo no son “productos” ni “destinos
turísticos” vendibles, sin embargo guardan, como capillas paganas, dioses
domésticos del alma colectiva, expresiones de libertad, igualdad y fraternidad.
Ni que decir que son la tabla de salvación del turista
inteligente que escapa de las tantas trampas del mundo empresarial del ramo.
Más aún en nuestro Uruguay, donde se pretende hacer comer distintas versiones
criollas de la tortilla de Puerto Príncipe (con todo respeto a nuestros
hermanos haitianos) a precios del Wall Street en Manhattan, creyendo que
turista es sinónimo de estúpido o necio. El buteco, el bar, la taberna, el
boliche, por suerte, salva la humanidad y abre sus puertas generosas, al
hermano turista, como si lo hiciera al
vecino, al trabajador, al amigo.
Han nacido con
la urbe y se han construido a medida de la gente. En cada comunidad adopta
nombres distintos: taberna, boliche, “buteco”, bar. Los hay en todo el mundo,
tanto en las pequeñas comunidades pobres como en las ricas y ostentosas. Y en
todas divide opiniones. Para unos,
“antros” de perdición, para los más, principalmente del género masculino,
discretos rincones urbanos donde se
recrea, a escala humana casi familiar,
un particular espíritu democrático, popular, tejido
entorno al ritual social de compartir un plato, una copa y una charla simple.
En nuestra frontera noreste, muchas veces con sentido
peyorativo, se lo llama “buteco”, en especial aquellos herederos del antiguo
almacén de ramos generales, donde aún se compra la galleta, el analgésico, el
vino y el azúcar, sin que falte la carne, los chorizos caseros o el charque,
mientras se comparten noticias y informaciones útiles. El buteco, de estrictas
normas no escritas, no admite peleas ni borracheras, ejerciendo, sin embargo un
discreto rol ciudadano, acogiendo de la misma forma a todo el mundo, cultivando
con esmero, sentimientos de fraternidad y pertenencia al barrio, a la ciudad, a
la pequeña comunidad. Algunos, por imperio del progreso, han desaparecido, como
“La Cueva” de Francisco Acuña de Figueroa casi Sarandi, en el epicentro de la
ciudad de Rivera. Sobre su cadáver se levantó el edificio más alta de la
ciudad. La Cueva desapareció bajo la mole de un prisma cuadrangular sin
personalidad para vivir en el imaginario colectivo como uno de los más
destacadas íconos de nuestra cultura popular.
En el “buteco”
la democracia, sin alardes, y como escapando de la academia y los
acartonamientos políticos, asume dimensiones humanas, reales y concretas. Allí
el trabajador modesto o el atildado profesor se encuentran, como entre iguales,
sin ceremonia, con el único propósito de compartir, estar juntos, disfrutar ese
pequeño rincón del mundo.
Quizás celebrando un trago, un plato popular o una
picada de fiambre y pan, es siempre un buen motivo para hablar del tiempo, de
fútbol, de política, de las cosas cotidianas, de un poema, un cuento breve.
Allí en poco tiempo todos se hacen amigos aún cuando la crítica a los políticos
y las palabrotas bien merecidas contra los corruptos generen polémica. En el
boliche nadie es nadie, todos son todos;
gente simple que se expresa libre en el lenguaje común del pueblo, sin
eufemismo y con humor.
Y cuando “cuaja”
en la noche adentro, transforma el mostrador en palco. Canto y guitarra,
siempre compañeras, hacen poesía y melodía de la nostalgia y la emoción. Poco
interesa la condición general de la barra, el mostrador o las mesas
despintadas..Nadie se molesta por cómo está el suelo o por el estado del baño.
Se deja perder la mirada reconstruyendo en el alma, la ternura de un retrato
amarillento, de un santo anónimo o de los arabescos de los azulejos.
El bar o “buteco”, no habiendo otros lugares de
entretenimiento y de ocio, sigue permitiendo el encuentro, la confraternización
espontánea, el matar “saudades”, quebrar las soledades de éste mundo masificador. Allí, en su sencillez acogedora,
en encuentro de almas dispares, se olvida el estatus social y se vive esa
porción de igualdad, negada día a día
más allá de su umbral.
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