Vigilantes desprotegidos

Dr. Marcelo Gioscia Civitate

Dentro del Capítulo de Derechos, Deberes y Garantías nuestra Carta Magna, esto es la Constitución de la República, establece en su artículo 7 que:“Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad. Nadie puede ser privado de estos derechos sino conforme a las leyes que se establecen por razones de interés general.” Este claro precepto constitucional consagra entre otros, no menos importantes por cierto, a la seguridad como un derecho fundamental. No debiera pasar desapercibido para el lector atento que, los derechos allí consagrados, no fueron colocados por nuestro constituyente en ese orden, al azar.

Al consagrar primero el derecho a la vida, se privilegia un derecho sin el cual, de nada valen todos los otros; junto con el derecho al honor, a la libertad y a la seguridad, responden a una escala de valores que por cierto, refieren al “ser”, mientras el derecho al trabajo y a la propiedad, pueden entenderse referidos al “tener”.

Desde hace más de un lustro, el derecho a gozar de la seguridad, se ha visto desvirtuado en tal medida, que se ha afectado la calidad de vida de quienes habitamos este territorio, no sólo en lo que tiene relación con la tranquilidad y seguridad pública o paz interior, que debe predominar en una sociedad organizada que se precie de serlo en un Estado de Derecho. Sino que, refiere también al derecho a la seguridad o certeza jurídica, que debe garantizar el pleno goce de los derechos de cada individuo, en el continuo intercambio de bienes, y servicios que hacen a la vida de relación entre los distintos actores sociales.

Para asegurar el goce del derecho a la seguridad, el Estado se ha irrogado desde su fundación, el cumplir servicios esenciales a través del aparato estatal a quien se atribuía el desempeño de tales funciones. Por ello, existe un Ministerio del Interior que, en la orbita del Poder Ejecutivo le compete todo lo atinente a la conservación de la seguridad individual y al orden público, que deben prevalecer en una sociedad organizada.

La Ley establece que a la Policía, en el ejercicio de sus funciones, se le confíe el uso de la fuerza (que se expresa en el porte de armas de reglamento) y será la responsable de cumplir tareas administrativas, de vigilancia, de prevención, de disuasión como de investigación, prevención y hasta la lucha contra incendios.

No obstante lo expresado, podemos decir que en nuestros días, los funcionarios públicos afectados a protegernos en el goce de la seguridad, esto es, obligados a cuidar nuestras personas y bienes, se nos muestran: no sólo desbordados en sus tareas (y constreñidos a disminuir su descanso para obtener una mejor retribución) sino como desprotegidos ellos mismos, en cuanto al equipamiento que utilizan, a las normas jurídicas que los regulan, a los lugares donde habitan (o donde deben prestar a diario sus funciones), con el escaso número de efectivos que integran cada fuerza.

Pues pese al formidable viento de cola que ha impulsado la economía del Uruguay en los últimos ocho años, y a las históricas tasas de crecimiento sostenido, quienes deben cumplir esta función esencial del Estado, para protegernos “en el goce pleno de nuestros derechos”, se han visto superados por los delincuentes (mejor armados, mejor dormidos y tal vez, hasta mejor alimentados) por múltiples causas, pero que dejan al ciudadano de a pie con la triste convicción de no poder gozar de este derecho fundamental a la seguridad. Y justo es decirlo, el contribuyente muchas veces, siente que está pagando dos veces para que se le brinde ese derecho (una al Estado al cumplir con la carga impositiva que se le impone y otra, a Empresas Privadas de Seguridad, las que han proliferado en los últimos años y notoriamente han aumentado a la par, su plantilla de guardias y sus ingresos) que la Constitución consagra.

Lamentablemente, hechos de la crónica roja, nos han confirmado la escasa preparación de unos y otros en el manejo de las armas. Nos duele advertir en pleno Siglo XXI, que los equipos se encuentren obsoletos, que no funcionen o que posean defectos de fabricación que los exponen aún más, en el momento de arriesgar su vida, por ganar su pan.

¿Hasta cuándo podrá sostenerse todo esto? ¿Cuál es la razón para no equipar ni formar correctamente a las fuerzas encargadas de la seguridad? ¿Por qué razón no se brindan mayores garantías a quienes se les debiera encomendar velar por nuestra seguridad? ¿Qué prejuicios se esconden detrás de las decisiones políticas?

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