El Estado, ¿solución o problema?

Por Mario Piriz
Desde la década del 70 del siglo pasado, es decir, desde hace cuarenta años, la estigmatización del Estado y la sublimación del mercado, es el catequismo pregonado en nombre de la modernidad y el progreso. Todo a tambor batiente, acompañado de las crueldades de las guerras modernas y las dictaduras, el cese de la guerra fría, la muerte de las ideologías, la caída de los “muros, y el “fin de la historia”. Las ideas dominantes insisten en presentar al Estado como un entuerto, un problema, y no como una de las soluciones. Es la voz del denominado neoliberalismo.

En Uruguay, el Estado a estigmatizar, es el emblemático Estado de Bienestar, ideado y desarrollado en la primera mitad del siglo XX bajo la égida de don José Batlle y Ordoñez. Estado de Bienestar con el que amortiguar las injusticias sociales, con la intención de crear clases medias que aportasen con sus impuestos y disfrutasen de una vida digna y con futuro. Estado administrador del agua, la energía, el combustible, la educación, la salud, las comunicaciones y de los rubros productivos considerados estratégicos. Estado regulador del mercado con entes testigos y una legislación laboral de avanzada.

El capitalismo internacional y nacional, hábil administrador de sus crisis recurrentes y crónicas, saturó la conciencia colectiva con argumentos tales como “la administración pública es un derroche”; “los funcionarios públicos son unos zánganos acomodados”; y que el sistema político es corrupto, mermando así, y poniendo en tela de juicio, la confianza en los políticos y en los partidos, precisamente, socavando de esa manera lo que tradicionalmente son considerados los pilares del estado democrático.

Normalmente este tipo de descréditos acabaron en lo mismo: la privatización y mercantilización de todo lo esencial como cura de todos los males. Y para sustituir el Estado de Bienestar por el Estado Neoliberal, se ensayan todas las fórmulas, no dudándose en implementar prácticas autoritarias y antidemocráticas. Si no reacciona oportunamente la ciudadanía, las privatizaciones burdas hubieran desmantelando el Estado de Bienestar y el desamparo de las grandes mayorías, especialmente de los trabajadores sería total.

Pese a la gritería contra el neoliberalismo, el mismo es un hecho en el país. Las tercerizaciones, la flexibilización laboral, los contratos de obra, las empresas de seguridad, la mercantilización de la salud y la educación, las empresas públicas de derecho privado, etc. son algunas de las tantas fórmulas políticas destinadas a institucionalizar el mercado y su ley del más fuerte, a costa, precisamente, del debilitamiento del estado democrático.

Miopes, muchos políticos se culpan los unos a los otros, mientras el mercado se sigue beneficiando de las decisiones que se toman en cónclaves y congresos de instituciones internacionales políticas, económicas y financieras. Por su parte, la ciudadanía parece ser de palo. Esperando pacientemente respuestas de justicia desde de los gobiernos de turno, cada vez más acomplejados y absortos frente a los grandes poderes fácticos.

Más aún no podemos ignorar que la bonanza por estos lares, es la otra cara de la misma moneda global. En el mundo desarrollado, el funcionamiento e inmovilismo del modelo sigue siendo el mismo que antecedió al tsunami que comenzó siendo financiero, pasó a hundir la economía real cuando llegó a Europa -con la que se ensañó especialmente, mermando sus políticas sociales y destruyendo cientos de miles de empleos- , para acabar socavando la confianza en el sistema político. Una buena parte de la derecha ha parcelado el estado como un gran negocio. Las pasividades, la salud y la educación son grandes recursos con los que “crear riqueza”.

A tal punto ha llegado el estado de cosas en las cunas neoliberales, que “la refundación del capitalismo sobre bases éticas”, que anunció a finales del 2008 el presidente de la república francesa, Nicolás Sarkozy, carece de credibilidad. Las grandes frases propagandísticas, fruto de la necesidad de crear titulares como: “No podemos gestionar la economía del siglo XXI con los instrumentos del siglo XX” o “el laissez faire, se acabó”, no hacen más que afianzar la máxima que sostienen los grandes emporios de “cambiar todo para que nada cambie”, el tradicional “gatopardismo”. Las respuestas regresivas que los secuaces de la “economía de la timba” están dando a los problemas que ella mismo generó no hacen más que empeorar la situación, sin encontrar soluciones beneficiosas para la sociedad. El Estado se va a deshacer de los servicios públicos y de su gestión para ponerlos no al servicio de la ciudadanía, sino al de las empresas privadas. Así es como están reaccionando los gobiernos ante los problemas económicos.

La sociedad de abajo, esa cuya representación se asume cada vez con mayor liviandad, sigue observando cómo esa riqueza que produce con su trabajo, pasa de largo y va a parar a bancos, financieras y prestamistas, como si las instituciones financieras fueran las que mejor y más hubieran trabajado. Se sigue haciendo del “cambio” un gran eufemismo, mientras se saca de la galera aquellas políticas sociales del viejo batllismo, revestidas de progresismo. En nombre de la sociedad civil organizada, se entrega a manos privadas hasta la seguridad de los hospitales haciendo caso omiso de experiencias como la del hospital de Tacuarembó, donde son empleados públicos los que limpian, cuidan y atienden a la ciudadanía con cortesía y eficiencia.

Y siguen olvidadizos, los personeros del neoliberalismo, escondiendo lo ocurrido en el 2002 y tratan ahora de hacerse los desentendidos, cuando el sistema financiero entró en crisis en EE.UU y Europa, comprobándose que Alí Babá y los cuarenta ladrones eran niños de pecho prehistóricos al lado de lo que son los banqueros, inversionistas y financistas de la modernidad. Y cuando las papas queman no dudan en resucitar el Estado Benefactor y con una firma de los políticos de turno, sacan plata de todos nosotros y se les da la vida que dicen no tener. En el país, los Peirano siguen presos, pero los millones de dólares, robados al pueblo se hicieron humo. Se salvó el sistema financiero aunque decenas de ahorristas se fueron a la quiebra, incluso muchos decidieron quitarse la vida.

Evidentemente no hay tiempo para la indiferencia y el silencio. Son momentos de alimentar el espíritu crítico colectivo y exigir mayor participación ciudadana, de tal manera, de hacernos sustentables como comunidad. No basta la protesta, hay que actuar en consecuencia.

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