José Gómez Lagos
Debieron quedar atrás cinco o seis generaciones, antes que un apesadumbrado caribeño nos contara que como todos los niños de la isla, solía jugar a ser el líder de la Revolución, pero que ninguno quería representar al Dictador. Tiempo después, en medio de la algarabía general, con el triunfo de la revolución se acabó un autoritarismo más. Recuerda que el nuevo régimen prometía elecciones, libertad de ideas y credos, tierra para los campesinos, trabajo para los obreros, el fin del juego, la prostitución, el peculado…
Tempranamente, nuestro isleño decidió subir a un tren e irse al oriente, a alfabetizar guajiros. Transcurridos algunos años, se fue a la campaña de Angola e ingresó al Partido.
El autor de la Carta Abierta, se lamenta, porque si los muertos rieran, Fulgencio se estaría revolcando de risa (no del Líder vestido de oliva, destinatario de la misiva, sino de ellos), porque la corrupción de su régimen, facilitó el encantamiento fidelista. Describe con pesar, la terca persistencia de la miseria, corrupción, desigualdad, parasitismo social, descrédito de todos los ideales… y relata que absolutamente desengañado, decidió manifestarse contra la insoportable marcha de las cosas, recibiendo a cambio una “lluvia de palos, piedras y barrotes” que irónicamente estimó “benigna”, debido a su “insignificancia”.
Ante las amargas conclusiones respecto a la Revolución perenne y el gobierno sine die -que puso fin a siete años de dictadura de Batista e inauguró un período nuevo – quizás podría ensayarse una justificación… se necesita más tiempo para que las medidas surtan efecto. Sin embargo, medio siglo después, no puede argüirse brevedad. ¿Entonces? Entonces, quizás debería concluirse como Bernardo de Trevisano –referencia de Rodó- que “después de consumir su existencia en los misterios de la crisopeya, afirmó con desengaño, ante la vanidad de sus ennegrecidas retortas: para hacer oro es necesario oro …”
El introito determina algunas consideraciones respecto al universo de las ideas, la acción de gobierno, la legitimidad del poder. Las ideas son imprescindibles para la elevación humana, el progreso, el ejercicio virtuoso del gobierno. Al aplicar las ideas que nos sustentan, podremos comprobar que han sido acertadas o luego de ensayarlas sin éxito, quedar expuestos a un eventual desplante histórico. Aunque asumir la realidad por dolorosa que pueda resultar, es imperativo ético ineludible, a los regímenes autoritarios no les encastra bien y menos aún cuando las cosas han marchado pésimamente mal. No les agrada aceptar la realidad desfavorable y tampoco guiarse por imperativos èticos
Parece innecesario volver a Rousseau y la trascendencia de la “voluntad general”, recordar la radicación de la soberanía en la nación, o comentar que la autoridad “emana” del pueblo, para señalar una ilegitimidad tan manifiesta.
Muchas veces los conductores se encierran en caparazones dogmáticas impermeables a la luz, parapeto para resistir los cambios de cada día. Resistir los cambios en la Edad Media significaba coincidir con la convicción pacíficamente admitida, una manera de contribuir al proceso de petrificación que perduró casi mil años. Resistir los cambios en el siglo XXI, además de implicar el regreso a la antigua convicción medieval, significa volver a desconocer lo evidente, que para hacer oro es necesario oro, no se puede construir un sistema de libertad sin libertad, ni desarrollar una economía de libre mercado sin sector privado, tampoco generar estabilidad democrática sin una meritoria clase media. Visto desde otra óptica, si se concentra y usurpa el poder, estatiza la economía, sofoca a la población, no se forjará un país próspero, libre, creativo, con buenos hábitos, apto para participar exitosamente en la era de las comunicaciones.
Si las ideas puestas en práctica han fracasado una y otra vez, si además de carecer de legitimidad, la acción gubernativa ha sido absolutamente ineficaz y empobrecedora ¿Qué razones podría sustentar su sobrevivencia? ¡La ideología! La ideología, que no puede estar equivocada, el problema más bien, estaría en la realidad, que no se adapta ni está a la altura del generoso, noble, infalible y superior Dogma. Si la cruel realidad “nos muestra distinto”, ante la evidencia de ennegrecidas retortas de miseria y opresión, seguir creyendo en los “misterios de la crisopeya” podrá servir para continuar consumiendo existencias y generaciones, nunca para gobernar y construir la felicidad de un pueblo.
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