Ope Pasquet
El 8 de Octubre es una fecha de la historia uruguaya que, vista desde el presente, muestra dos caras –como el dios Jano de la antigua Roma- que miran en sentidos opuestos.
El 8 de Octubre de 1851 se firmó el acuerdo de paz que puso fin a los años sangrientos de la Guerra Grande. En lo medular, se declaraba que “entre todas las diferentes opiniones en que han estado divididos los Orientales, no habrá vencidos ni vencedores; pues todos deben reunirse bajo el estandarte nacional, para el bien de la patria y para defender sus leyes e independencia”.
No importan hoy los detalles de aquel episodio; ni siquiera importa, para lo que hoy quiero decir, el contexto en el que los historiadores deben situarlo, para interpretarlo sin error. Lo que me importa es que aquella frase, “no habrá vencidos ni vencedores” –cuya autoría reivindicaba con orgullo Andrés Lamas- se desprendió de los hechos históricos que le dieron origen, se elevó sobre ellos y acabó convirtiéndose en la expresión cifrada, resumida, del ideal de convivencia pacífica entre iguales que, pensando distinto, se respetan mutuamente. Con ese ideal no dejaron de soñar los orientales, ni siquiera durante los días peores que se vivieron en la “tierra purpúrea” (así llamada por la sangre derramada sobre ella) que fue el Uruguay del siglo XIX.
Otro 8 de Octubre fue el del año 1969. Ese día -en el que se cumplía el segundo aniversario de la muerte del “Che” Guevara- se produjo lo que se llamó “la toma de Pando” por el MLN -Tupamaros. En pocos minutos varios locales públicos de esa ciudad fueron copados por miembros de la organización. La sucursal del Banco República fue asaltada. Intervino la Policía. Al cabo del día se contaban varios muertos y heridos; entre aquellos, un vecino de Pando por completo ajeno al episodio, que fue alcanzado por una bala perdida mientras iba a conocer a su segundo hijo, recién nacido. Fue un día de conmoción y luto para el país. El “Correo Tupamaro” decía: “hay que hacerse a la idea de que estamos en guerra”.
El actual presidente de la república, José Mujica, ha encarnado en distintos momentos de su vida, el espíritu que inspiró los hechos acaecidos en ambas fechas. Era tupamaro cuando ocurrió lo de Pando y siguió participando, hasta hace muy poco tiempo, de la conmemoración anual de ese episodio delictivo y sangriento, organizada por el MLN. Si embargo, en la noche en la que por primera vez le habló al país desde su flamante condición de presidente electo, proclamó el “sin vencidos ni vencedores” de 1851, colocándose así a la altura de su misión y en línea con la mejor tradición nacional. Posteriormente, el discurso del 1º de Marzo ratificó esa orientación general y, desde entonces, han sido varios los actos y gestos del presidente dirigidos a recrear el clima de concordia nacional que desde hace tantos años –desde que empezaron los tiros- nos esquiva.
Las palabras, los sentimientos, el talante del que tan a menudo se habla en nuestros días, son necesarios, sin duda, pero no son suficientes para restablecer la convivencia no sólo pacífica, sino además tolerante y respetuosa, leal y franca, que todos queremos para nuestra sociedad. Necesitamos “las seguridades del contrato”, como decía Artigas; es decir, la certeza de que el Derecho nos ampara y obliga a todos, gobernantes y gobernados, cualquiera sea el color de la divisa, la historia personal o la posición social de cada uno.
Hoy, los ministros del presidente y la fuerza política que en el Parlamento lo apoya, promueven la anulación –de eso se trata, aunque no se quiera emplear la palabra- de la Ley de Caducidad. En 1989 el pueblo ratificó expresamente esa ley. El año pasado se negó a anularla. El soberano ya se pronunció, pues. Lo hizo dos veces. La voluntad popular debe ser respetada. Los legisladores, que son mandatarios del pueblo, no tienen derecho a enmendarle la plana a su mandante.
Es responsabilidad de todos, sin duda, que el país se enderece y deje definitivamente atrás los años del enfrentamiento y el encono.
Pero nadie puede hacer más que el ciudadano presidente de la república para lograrlo. Sus acciones u omisiones de las próximas semanas –durante el trámite parlamentario del engendro anulatorio- nos convencerán a todos de que no hay en el Uruguay de hoy, realmente, vencidos ni vencedores; o nos obligarán a aceptar, con amargo dolor, que para algunos todavía “estamos en guerra” y todo vale.
Pronto sabremos cuál de los dos 8 de Octubre es el que, en la intimidad de su conciencia, celebra el presidente.
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