Como bien señala el afiche de difusión de este seminario: “Los procesos
democráticos de América del Sur están cruzados por distintas narrativas que combinan
el ejercicio memorístico reivindicativo de un pasado muchas veces ilusorio con un
esfuerzo para pensar el futuro.” Y al embarcarnos en esa tarea de análisis de las
diferentes narrativas que están conviviendo, nos encontramos con una cuestión que
parece haberse convertido en un lugar común de todo análisis político sobre la
actualidad democrática de estos últimos años en la región: la existencia de dos bloques
marcadamente diferenciados. Por un lado, gobiernos que podríamos caracterizar como
socialdemócratas, de perfil moderado, en donde finalmente cobran mayor importancia
las instituciones que los personalismos políticos, como podríamos decir que es el caso
de Uruguay, Brasil, Chile, Costa Rica, por nombrar algunos, y un bloque de gobiernos
que se han posicionado más hacia una izquierda con cierto corte populista y nostálgica
respecto de los procesos revolucionarios de los 60’, confrontativa y nacionalista,
embarcada en la denominada “revolución bolivariana”, con líderes personalistas que
parecen ser más importante que las instituciones y en donde las constituciones, por
ejemplo, parecen ser un espacio de reforma y ajuste vinculado al proyecto político de
ocasión, como es el caso de Venezuela, Bolivia Ecuador, Nicaragua.
Y, si me permiten hacer un corte más vinculado a la temática que nos reúne, diría
que estos dos bloques representan en alguna medida uno y otro de esos dos puntos de la
línea de tiempo que se propone para este seminario. Creo, entonces, que asistimos a un
doble movimiento en relación al pasado y al futuro en los dos bloques mencionados. Y
al respecto, no quiero eludir la responsabilidad de tomar parte en el asunto y asumir una
clara posición sobre esta circunstancia, desde la cual dejar abierta la necesaria instancia
de debate y diálogo. Entiendo que el futuro de la democracia en la región tiene que
discurrir por canales en donde finalmente se deje de lado la nefasta práctica de sustituir
el peso de las instituciones por los personalismos casi omnipotentes. Hay que fortalecer
los estados de derecho y generar prácticas de acuerdos y consensos que estén más allá
de las figuras políticas rutilantes y carismáticas y más allá, incluso, de la partidocracia,
que es otro de los déficits democráticos que aquejan a nuestros países. Pensar en
políticas de estado para 20 o 30 años en los puntos clave de nuestras sociedades, que no
estén atadas indefectiblemente a los líderes y partidos políticos eventualmente
establecidos en el poder. A su vez, impulsar una política de concordia que pueda ir
sustituyendo la práctica de obtener réditos y parcelas de poder sobre la base de impulsar
constantemente la teoría del conflicto social y de que sólo una mano dura y el
paternalismo político va a poder vencer al “oscuro poder que se esconde tras
bambalinas”.
Hace poco estuvo el filósofo argentino Enrique Dussel dictando una charla en la
Facultad de Humanidades de Montevideo y decía que él veía en el proyecto bolivariano
la verdadera emancipación latinoamericana, la que finalmente va a contar y no la de este
bicentenario, que en verdad –entendía- era algo totalmente falso y contraproducente. Y
en un momento alguien del público le interroga sobre la “imposición desde arriba y el
afán de perpetuación en el poder” que veía en ese proyecto encabezado por Venezuela y
le plantea la cuestión de si no se corre el riesgo de que “termine siendo una dictadura en
unos pocos años”. A lo que Dussel responde de que sí, de que puede terminar en una
dictadura pero que hay que partir de cada situación en especial y en Venezuela hay un
punto de partida muy duro y una clara desventaja respecto de sociedades como Uruguay
y Chile, en donde las democracias –y el respeto por la democracia- parecen más
consolidadas, y que entonces hay que entender que “Cuando Chávez en Aló presidente
los domingos se pasa 5 horas en un programa de televisión la gente se ríe y dice que
parece un artista de cine, pero el hombre está ahí realmente haciendo la tarea de un
maestro de escuela, explicándole a la gente todo lo que está pasando. Es una escuela,
pero una escuela casi primaria muchas veces”. Y yo creo que precisamente esa actitud
es parte del problema y no de la solución. Esa forma de infantilizar a las instituciones,
a las organizaciones sociales, a los ciudadanos, dejándolos a todos bajo el ala de la
figura paternalista, de maestro iluminado del gobernante, es precisamente una práctica
que hay que desterrar de nuestro imaginario político. Ya hemos visto en nuestra región
cómo a veces el maestro se efectiviza en el cargo por medio siglo y ni modo de hacerle
entender que el pueblo no es un pequeño niño que hay que guiar y cuidar porque no
puede andar por sí solo, ni tiene conciencia sobre los peligros y riesgos morales del
“perverso mundo” que le rodea.
Entiendo, el futuro de la democracia en América Latina no puede sino asumir su
mayoría de edad y asumir sus responsabilidades como adulta. Y esto no significa bajo
ningún punto de vista centrarnos en meras formalidades y dejar de lado el punto central,
que es el bienestar de nuestros ciudadanos. Pero, es que tampoco ese buen pasar se logra
con recetas de corte populistas, paternalistas y autoritarias, fundadas en una política del
conflicto, sino que precisamente el camino más largo y arduo del diálogo, el consenso y
los acuerdos políticos -que prioricen y desarrollen una economía competitiva y abierta
al mundo pero con un perfil de marcada sensibilidad social a la hora de la justicia
distributiva puertas adentro-, sigue siendo el recorrido que finalmente parece más sano
para nuestras democracias latinoamericanas.
Si hemos de volver a algún punto reivindicable del pasado como proyecto saludable
de futuro, quizás diría que tendríamos que irnos unos cuantos siglos atrás, para
instalarnos casi en la cuna del nacimiento de la filosofía occidental. Regresar a la obra
mayor de nuestra cultura en el terreno de la filosofía política que entiendo es La
Política, de Aristóteles. La idea de priorizar la consolidación de una democracia
republicana por sobre otros modelos posibles de gobierno y la práctica política
vinculada al desarrollo de determinadas virtudes éticas, entre las que cuenta el evitar
siempre los extremos y defender la alternancia entre las condiciones de gobernante y
gobernado, sigue siendo un proyecto político radical. Algunos entienden que la posición
de Aristóteles es conservadora y que su “punto medio” como propuesta ética y política,
en donde impera la búsqueda del bien común a partir del cultivo de virtudes como la
moderación, la prudencia y la razón dialogante, puede ser finalmente asunto bueno para
que nada cambie. Yo, por el contrario, me declaro aristotélico en ese punto de su
propuesta y coincido en que hay que evitar los extremos y que radicalizar posiciones es
la manera más cómoda de plantarse en la arena política y la mejor manera de ser un
conservador. Y en este punto es que quiero tomar la figura de Mujica, el presidente de
mi país, como un ejemplo de alguien que ha comprendido cabalmente este asunto.
Mujica, que en su momento desdeñó y combatió, incluso por la vía de las armas, a la
democracia liberal, a la democracia representativa que consideraba un mero engaño, un
maquillaje para seguir favoreciendo a los burgueses, a las elites económicas, representa
hoy día una figura paradigmática del cambio mental que necesita operar definitivamente
nuestra región en cuanto a la consideración de lo que la democracia es, de la
importancia de los Estados de Derecho, de las políticas de estado a largo plazo y la
superación de la lógica de “la reinvención permanente de la rueda” (cada vez que llega
un nuevo gobierno al poder viene dispuesto a formatear el disco duro de todo lo anterior
y arrancar casi de cero para poner en practica las nuevas genialidades y verdades
puestas en juego) . Y, por cierto, teniendo en cuenta la trayectoria política y vital de
Mujica (que formo parte de la guerrilla y estuvo preso trece años y que luego fue el
representante político del sector más radical de la izquierda uruguaya a la salida de la
dictadura), no es asunto nada menor que señale la imperiosa necesidad de dejar de lado
las viejas teorías del conflicto y los eslóganes del “todo o nada”.
Su discurso central de asunción como presidente uruguayo el 1º de marzo pasado es
una pieza de antología que recrea en buena medida lo que Mujica ha aprendido con el
tiempo y con su práctica política. Una lección que entiendo abre las puertas al futuro
deseable para nuestras democracias latinoamericanas. Cuando Mujica ganó las
elecciones nacionales, uno de los debates instalados era cuál iba a ser su actitud
precisamente frente a estos dos bloques que vienen conviviendo en la región. El asunto
era saber si iba a definirse por encaminar su futuro gobierno mirando hacia su pasado
ideológico, hacia sus viejas convicciones de la izquierda radical y despreciativa de las
formalidades de la democracia liberal o si se alinearía con el bloque representado en
buena medida por una socialdemocracia al estilo Lula o siguiendo el modelo chileno.
Particularmente la derecha uruguaya y la moderada centro izquierda (representada por
la línea política de Tabaré Vázquez y su continuador Danilo Astori, quien perdió
precisamente las elecciones internas como candidato a presidente a manos de Mujica) se
habían puesto a la defensiva suponiendo que probablemente se alineara con el eje
representado por Chávez, pues la propia trayectoria ideológica le acercaba a ese bloque
y no al otro. Para quienes veníamos asistiendo hace tiempo a los procesos ideológicos
de Mujica no nos terminó sorprendiendo que finalmente asumiera el rol como un líder
más del bloque de perfil socialdemócrata de nuestra región. Y, precisamente, quiero
compartirles parte de lo que escribí al otro día de la asunción de Mujica y de su
histórico primer discurso como presidente. Creo, ese discurso representa la tensión entre
el pasado y el futuro de nuestras democracias Latinoamérica zanjadas de manera
positiva por un hombre que personifica paradigmáticamente ese pasado y este futuro.
Decía mi artículo sobre ese discurso:
El primer discurso como presidente que realizó José Mujica en el Parlamento, quizás
haya dejado algo sorprendido a más de uno, más allá de que existan o no explícitos y
públicos reconocimientos al respecto: mientras la izquierda más radical -desde su diario
La Juventud- salió a señalar con marcada indignación que Mujica era “más de los
mismo” y titularon su editorial “¡A desalambrar, a desalambrar! pero, para el capital
internacional”, enredados aún en viejos y gastados eslóganes, tenemos que la prensa
más oficialista (el diario La República) evitó referirse a aquellos aspectos que
ideológicamente podrían ser un tanto incómodos para cualquier militante (y quizás para
muchos de sus votantes) del Frente Amplio, particularmente los que refieren a las
aristas más pragmáticas, de cuño liberal y a favor de una macroeconomía ligada a la
vorágine posible dentro del capitalismo actual que remarcó el nuevo presidente. Y para
contribuir aún más a cierto estado de sorpresa, la prensa más vinculada a la derecha se
mostró casi efusivamente entusiasta con los discursos de Mujica, resaltando
precisamente aquellos aspectos que tanto molestaron del discurso a la izquierda radical
y a los que la izquierda más “entusiastamente oficialista” evitó referirse.
Para quienes venimos siguiendo los avatares ideológicos de Mujica, sin embargo, en
nada nos sorprendió el discurso presidencial en esos aspectos más ligados a un claro
pragmatismo y liberalismo político, viejas malas palabras en el imaginario sostenido e
impulsado desde siempre por la izquierda local.
De la misma manera, no nos habían sorprendido varias de las declaraciones que
Mujica realizara en ese sentido en el polémico libro Pepe Coloquios, tan festejado por la
derecha local y tan afanosamente intentado ocultar, corregir o ignorar por dirigentes y
militantes de la izquierda (incluso por el mismo Mujica en su momento, por cierto).
Aunque, sí debemos confesar que no terminaban de cerrarnos sus coqueteos y pequeñas
intrigas de “alcoba” con algunos de los sectores más militantes -y menos moderadosdel
Frente Amplio, más afines a darle a este segundo gobierno del FA un giro
decididamente marcado hacia los viejos eslóganes de la izquierda “histórica”, asentada
aún en los discursos de conflictos y luchas de clases. Particularmente, su
relacionamiento con la vieja “barra” de ex compañeros de andanzas guerrilleras y los
sectores más sesentistas del MPP, pero, sobre todo, con el minoritario Partido
Comunista, que pese a tener una escasa votación nacional es muy fuerte en el obsoleto,
elitista y poco representativo andamiaje organizativo interno del Frente Amplio.
Pero, su público “adiós a la barra”, su finalmente claro y decidido acercamiento a la
línea política de Astori y Vázquez -representantes de una moderna izquierda ubicada en
el centro del espectro político, que sabe sembrar eficientemente con todas las recetas y
reglas económicas del capitalismo global para luego volcar los frutos recogidos en
políticas sociales, acompañadas de una mejor justicia distributiva-, y sus primeros
discursos como presidente dejaron en claro algunas estrategias políticas y alianzas
necesarias que Mujica supo jugar con brillantez. Zorro viejo, Mujica ya declaraba en el
libro Pepe Coloquios la necesidad de contar con los favores del Partido Comunista,
sabiendo de su peso en el Congreso de la interna frentista, pero sobre todo sabiendo que
manejan buena parte de las bases sindicales, o sea, el sector más conservador y
burocratizado que tiene el Estado uruguayo. Y esto es central, porque Mujica ya
planteaba en el citado libro que su plan más osado consistía en llevar adelante la madre
de todas las reformas: la reforma del Estado. Nada más ni nada menos que el espacio en
donde terminan fracasando presidente tras presidente. Y tenía claro que para ello debía
tomar un camino distinto al de Vázquez, que no tuvo la cintura política necesaria como
para saber lidiar exitosamente con las bases militantes sindicalizadas -y atornilladas al
aparato estatal-. Los movimientos de Mujica fueron otros, propios de un brillante
ajedrecista político. Aunque hay que ver, claro, cómo termina finalmente la partida en
juego. (…) Pero esta vez se habrán de enfrentar a la figura más camaleónica y hábil
políticamente que tiene nuestro espectro de dirigentes políticos: el flamante presidente
de todos los uruguayos, el hombre que una y otra vez se ha reconfigurado y adaptado a
las circunstancias, el superviviente a sus tiempos de guerrillero urbano, el sobreviviente
a la cárcel y las torturas de la dictadura militar, el hombre que supo adaptarse a las
reglas de la democracia liberal que antes desdeñó y contra la que luchó, el reciclado
radical que emerge como moderado socialdemócrata, con una mirada sobre la realidad
que deja atónito a viejos compañeros de armas (por ahí anda Zabalza, su viejo
compañero de armas, diciendo que Mujica “ya no tiene raíces”), que deja boquiabiertos
a sus más acérrimos rivales de la derecha, los que son incapaces de llevar adelante una
gestión –y sostener un discurso creíble al respecto- que represente finalmente una teoría
política –y un modelo concreto de gobierno- que sintetice lo mejor del liberalismo y del
socialismo, de esa vieja y errónea dicotomía con que tantos siguen pensando el mundo.
Quizás el tiempo señale que -en aquellas históricas instancias del Congreso del FA de
fines del 2008 de cara a elegir el candidato “oficial”- en el afán casi obsesivo de las
bases militantes -particularmente las comunistas-, de cerrar el camino a Astori como
candidato del FA, por tildarlo precisamente de poseer un afán pragmático y liberal,
demasiado acorde a la macroeconomía reinante, no hicieron más que allanar el camino
al más pragmático y políticamente liberal de los candidatos posibles.
Es Mujica un liberal en el sentido político clásico (y en más de una ocasión se ha
definido precisamente en estos términos) y un hombre con una visión absolutamente
pragmática respecto de la vida política, que ha dejado por ambos motivos (su
liberalismo ideológico y su pragmatismo) de mirar el mundo desde los infértiles
terrenos de la ideología del conflicto y del todo o nada. Precisamente, sobre esto último
se refirió en su primer discurso como presidente y bien vale la pena reproducir sus
palabras:
“(…) creemos que esta idea de la complementariedad de las piezas sociales, es la que
mejor se ajusta a la realidad. Nos parece que el diagnóstico de concertación y
convergencia es más correcto que el de conflicto”
“Hace rato que todos aprendimos que las batallas por el todo o nada, son el mejor
camino para que nada cambie y para que todo se estanque. Queremos una vida política
orientada a la concertación y a la suma, porque de verdad queremos transformar la
realidad.”
Superar las teorías del conflicto permanente (ante lo obvio de cuestionamientos
habituales, vale decir que para todos a estas alturas supongo que debe ser claro que la
vida es conflicto y que existen intereses en pugna en todos los ámbitos y órdenes. Pero
el asunto es sobrepasar ese estadio por vías del diálogo y el acuerdo y no acentuarlo por
vías del permanente desacuerdo fundado en no dialogar con el “enemigo ideológico”),
abrir los espacios de debate y superar el conservadurismo (conservadores son
ciertamente, como bien señala Mujica, quienes quieren “cambiar” la realidad desde las
consignas “revolucionarias” del conflicto y del todo o nada).
Esto, claro, requiere terminar de desterrar las prácticas políticas de imponerse a los
gritos y el romanticismo de los “héroes de clases”. Se necesita, en todo caso, otra forma
de “heroísmo” y “valentía”, mucho más difícil de poner en práctica. Pues, lo que se
necesita es el diálogo sereno, el respeto por las diferencias, priorizar la vía de la
argumentación, de la persuasión en base a buenas ideas, como espacio imprescindible
de madurez democrática. Sobre todo, se necesita más que el interés de clase y el
conflicto permanente, sujetos que piensen y actúen más allá, que piensen efectivamente
en el bien comunitario. Y como bien señaló Mujica en ese primer discurso:
“Nada de esto se consigue a los gritos. Basta mirar a los países que están adelante en
estas materias y se verá que la mayor parte de ellos tienen una vida política serena. Con
poca épica, pocos héroes y pocos villanos. (…) Para lograrlo estamos convencidos de
que se necesita una civilizada convivencia política”
Valentía que se necesita para llevar adelante esa gran reforma del Estado que se
propone Mujica y que implica enfrentar a sus propias bases políticas. Y aunque por
ahora no ha habido más que derrota presidencial en ese rubro, sus intenciones y desafíos
también quedaron marcados en ese primer discurso:
“Esa sinceridad y esa valentía van a ser necesarias para llevar adelante las políticas
de estado que proyectamos. Para ponernos de acuerdo vamos a tener que rebajar
nuestras respectivas posturas y promediarlas con las otras. Y esa rebaja implica líos
obligatorios con nuestras bases políticas. Ese va a ser un test de valentía.”
Y por allí, también esto supondrá digerir que no sólo los “villanos” son corruptos,
que la burocracia no tiene partido, que hay que dejar de lado la soberbia moral que suele
aparecer cuando nos asignamos a priori una etiqueta de “buenos” y poseedores de las
verdades últimas, y aprender esas lecciones que nos impone los límites de la realidad,
incluyendo las de la macroeconomía y la de los límites de los finitos recursos
monetarios. Y sonaron claras y fuertes las palabras de Mujica al respecto:
“Por su parte el Frente Amplio, eterno desafiante y ahora transitorio campeón, tuvo
que aceptar duras lecciones, no ya de los votantes sino de la realidad. Descubrimos que
gobernar era bastante más difícil de lo que pensábamos, que los recursos fiscales son
finitos y las demandas sociales infinitas.
Que la burocracia tiene vida propia, que la macroeconomía tiene reglas ingratas pero
obligatorias.
Y hasta tuvimos que aprender, con mucho dolor, y con vergüenza, que no toda
nuestra gente era inmune a la corrupción.”
“Una macroeconomía prolija es un prerrequisito para todo lo demás. Seremos serios
en la administración del gasto, serios en el manejo de los déficit, serios en la política
monetaria y más que serios, perros, en la vigilancia del sistema financiero. Permítanme
decirlo de una manera provocativa: vamos a ser ortodoxos en la macroeconomía. (…)
Ya una vez quisimos ser antárticos, y producirlo todo fronteras adentro. Nos fue mal,
muy mal. Seria criminal no aprender de aquellos dolores y volver a una economía
enjaulada y cerrada al mundo.”
(…)
Al día siguiente de las elecciones internas, escribí un articulo titulado “Entre Mujica
y Lacalle, voto por Vaz Ferreira” y al día siguiente del triunfo de Mujica en las
elecciones presidenciales uno titulado “El día después de las elecciones presidenciales”.
En el primero sostenía la importancia del centro político y de los equilibrios, la
necesidad de abandonar las viejas dicotomías ideológicas y de buscar políticas de
Estado que superaran la fatal partidocracia uruguaya. En el segundo, festejaba el gesto
de Mujica al momento de ganar, llamando precisamente a buscar esos equilibrios con la
oposición y declarando que en lo inmediato se pondrían a trabajar comisiones que
apuntaran a generar políticas de estado más allá de los partidos políticos (hecho
concretado ya semanas antes de su asunción, con comisiones que interpartidarias
funcionando sobre cuatro puntos centrales: educación, medio ambiente, seguridad y
energía). También decía que Mujica “podría ser quien dé un histórico paso en cuanto a
lograr quebrar el viejo vicio político uruguayo de gobernar sin el otro, sin el perdedor en
esa dicotomía de izquierda versus derecha. El tiempo lo dirá. Y la voluntad política,
claro”.
Es bueno saber que las cosas se van encaminando en ese sentido, que Mujica exprese
que es vital gobernar “para generar transformaciones hacia el largo plazo”, para “crear
las condiciones para gobernar 30 años con políticas de estado”, que más importante que
el gobierno de un partido es “un sistema de partidos, tan sabio y tan potente, que es
capaz de generar túneles herméticos que atraviesan las distintos presidencias de los
distintos partidos ,y que por allí, por esos túneles, corren intocadas las grandes líneas
estratégicas de los grandes asuntos”, aunque a los que viven la política como un hincha
fanático desde la tribuna del estadio, les resulte casi intolerable tanta moderación
democrática.
Ya no es tiempo de únicamente “patria para todos” (y menos del trágico “o para
nadie”) sino también de “patria con todos”. No es menor la eliminación y el agregado
sustitutivo -con su correspondiente y elogiable cambio de sentido- que Mujica ensayó al
momento final de su discurso para la histórica fórmula del MLN que rezaba “Habrá
patria para todos o para nadie”. Ojalá ese “con todos” pueda cristalizarse. Es difícil,
pero no imposible. Al menos, vale la pena intentarlo.
Y así cerraba mi artículo sobre el primer discurso presidencial de Mujica. Y quisiera
ahora cerrar mi exposición con unas palabras finales que sintetizan mi perspectiva del
asunto tratado:
Hay que vacunarse contra los discursos que alientan el fanatismo y la simplificación
de dividir el mundo en buenos y malos. La realidad es menos cómoda. Y la palabra
consenso es un concepto de una radicalidad democrática que no pueden entender
quienes entienden que lo radical es imponer bajo cualquier costo y por cualquier medio
la posición propia. Buscar consensos no es desconocer las luchas de intereses, ni los
juegos de poder, ni supone ser ingenuamente neutral, sino tener madurez política como
sociedad. El que ha naturalizado la neutralidad está en el otro extremo del que sólo ve
poder e intereses en todo lados (y sobre todo, "los perversos intereses del otro") y ha
quedado paralizado para pensar junto a los demás. Pero son dos caras de la misma
moneda. Así, el ciudadano que resulta más necesario a la hora de construir democracias
sanas es el que no está en esos extremos, es el que está en el punto medio, en donde se
reconoce la presencia de los intereses y los juegos de poder, pero aún así se supera esa
barrera para buscar puntos de encuentros y apreciar los mejores argumentos en busca de
prácticas políticas, de resoluciones colectivas a problemas en común, que beneficien a
todos y no sólo respondan a intereses particulares, ya sean individuales o corporativos.
Es necesario y urgente comenzar a educar en prácticas argumentativas adecuadas a
las exigencias democráticas y en una educación que priorice la diferencia por sobre la
igualdad, en la medida que somos iguales en la diferencia y sólo generando una cultura
de la otredad estaremos en condiciones de lograr los acuerdos sociales que respetando
las ideas del otro garanticen la debida igualdad. Debemos ponernos a resguardo de
aquellos modelos de gobierno en donde lo que reina es la desigualdad por imposición de
ideas de quienes ostentan el poder político –o la mayoría ideológica- de turno.
Un sano debate democrático supone ciertas condiciones de “estado mental”. Es que
la democracia quizás sea ante todo un devenir de la sensibilidad. Y nuestros principales
problemas políticos –y culturales- suelen estar fundamentalmente en la cabeza antes que
en el bolsillo. Proyectar un futuro de democracias latinoamericanas finalmente maduras
y cooperantes entre sí, unidas en lo interno y hacia afuera para superar sus problemas de
desigualdades sociales, supone asumir el reto de dejar de lado el uso político de la
memoria en términos de conflictos dicotómicos estériles, incorporando una agenda de
fuerte contenido social que busque superar sus problemas en términos cooperantes y no
en términos de amigos/enemigos.
José Enrique Rodó, ese gran latinoamericanista uruguayo, autor de Ariel y Motivos
de Proteo, apostaba a comienzo del siglo XX por una integración de Latinoamérica
desde lo ético y estético en torno a una tradición humanística que apunte a la propia
responsabilidad de quienes conducen los países de nuestra región, en la medida de que
el problema primeramente es cultural y nuestro. Y aunque Rodó critica duramente en su
obra a la cultura anglosajona y desarrolla una notable argumentación anti-imperialista,
no los culpa de lo que finalmente aquí sucede o no sucede, en tanto entiende que el
primer y fundamental escollo somos nosotros mismos. El futuro sigue estando –como
siempre- en nuestras propias manos.
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