Por: Alberto Medina Mendez
Nunca parece ser el momento adecuado. Siempre se las ingenian para que otro sea el desafío a enfrentar. La corrupción, esa epidemia nos atraviesa a diario, no distingue religiones, historias, etnias o geografías. Arremete sin piedad contra la moralidad de una sociedad. La invade y logra, con éxito por cierto, naturalizarse al punto de incorporarse a la rutina cotidiana, para ser socialmente aceptada en niveles tolerables.
Solo escandaliza cuando se presenta de modo burdo, descuidado y más por su obscenidad que por su contenido. Aparece en toda campaña política. Se plantea con animosidad allí donde puede sacar circunstancial provecho, pero con la misma contundencia y velocidad pasa a segundo plano, al ingresar una renovada casta de victimarios.
Tanto se ha integrado a nuestro presente que solo terminamos discutiendo nombres y creyendo que se trata de “personas indecentes” que se dejan tentar por la ocasión. Incluso veneramos hasta endiosarlos a quienes, teniendo la oportunidad de tropezar, son capaces de resistir a esas perversas fuerzas para ser fieles a sus convicciones.
Esa corriente de pensamiento que instala a la corrupción como una enfermedad individual, solo pretende hacernos creer que esta es una cuestión de honestos y deshonestos, de gente de bien y de criminales. Pero ese reduccionismo nos aleja de la necesidad de enfrentar los pilares sobre los que se encuentra asentada la corrupción. Este mal endémico que nos perfora y pretende constituirse en una característica de este tiempo, reposa en realidad sobre fuertes cimientos que lo sostienen y que fueron construidos con la perversa inteligencia de los eternos burócratas y los aprovechadores profesionales de este resquicio por el que han decidido filtrar los recursos que muchos logran con su cotidiano esfuerzo genuino.
Es allí donde debería centrarse la lucha. La denuncia, el enjuiciamiento, la condena y el encarcelamiento son remedios que solo llegan después del hecho. Solo se convierten en la autopsia de la inmoralidad. Pasan a formar parte del anecdotario policial y político, pero no resuelven, en lo más mínimo, el problema de fondo. Se concentran en las consecuencias y no en las causas. Y abonan, una vez mas, a la teoría dominante, esa que dice que necesitamos personas probas, dignas, honestas, moralmente irreprochables.
Esta teoría es funcional con la idea de no tocar un ápice del sistema. Favorece al núcleo de la corrupción, a ese que solo cambia los protagonistas pero replica, adecua y adapta indefinidamente con gran habilidad y versatilidad, los mecanismos de siempre.
La corrupción, esa pandemia que socava las profundas bases del decoro ciudadano, merece una lucha a fondo, protagonizada por hombres íntegros, capaces de no terciar con los poderosos y dispuestos a entender la dinámica sobre las que se asienta este mal.
Esta eterna plaga descansa en una ideología que entrega al Estado un poder superior, una discrecionalidad que le posibilita negociar privilegios, otorgar concesiones, ceder favores, traficar influencias, hacer la vista gorda y cuanta arbitrariedad en su ejercicio pueda imaginarse.
Allí radica la fuente de su energía. No se resuelve el nudo del problema cambiando los árbitros, colocando en esos lugares a los más íntegros. Ese infantilismo no resiste ningún mínimo análisis. La concentración del poder hace del que lo ejerce el principal componente de esta escalada de la iniquidad.
Hasta que la humanidad no comprenda que el poder debe estar desconcentrado, transparente, visibilizado, sin secretos, disponible para todos y fundamentalmente ser la resultante de un amplio consenso ciudadano, esta historia no se verá interrumpida.
Los más de los hombres de buena fe, siguen creyendo que todo pasa por designar funcionarios honestos. Así, lo que debiera ser un requisito social para cualquier actividad pasa a ser un valor excepcional, sin percibir que es el propio sistema el que invita graciosamente a transgredir esa dinámica, ofreciendo tributos permanentes.
Y ya no se trata del hecho voraz y despiadado, de ese que ocupa las primeras planas, sino de esa corrupción de rutina, de ese ejercicio naturalizado del uso de los recursos públicos como propios. Buena parte del esfuerzo genuino de una sociedad, del fruto del trabajo de los más, se dilapida en manos de la corrupción, de sus indignos protagonistas y de los férreos mecanismos intocables del sistema que los soporta. El drenaje inagotable de dinero que se escapa entre los dedos de un sistema que se mantiene inerte, es creciente y se multiplica día a día.
La creatividad aplicada al servicio del delito, esa que lleva adelante gente inescrupulosa que se llena la boca hablando del bien común y dando cátedra respecto de cómo gestionan, solo genera nauseabundas reacciones, minando la credibilidad de sus interlocutores, de la política y de la democracia misma, con los riesgos que ello conlleva.
Están los que, de modo cruel, ejercen esa corrupción protagonizándola abiertamente, y están los otros, los cómplices necesarios, esos que con su actitud displicente, la que se acostumbra y naturaliza todo a su alrededor, entienden que no les toca, que es asunto de otros, y que lo que nos pasa es responsabilidad de algún político indecoroso.
A estas alturas, tal vez no se trate de entrar en la triste dinámica de los justicieros, y valga la pena concentrarse en el presente y el futuro. Una profunda revisión de lo que se hace hoy y una explicita vocación para derribar los pilares uno a uno, esos que sostienen el puente que atraviesa a toda el planeta puede ser un pragmático primer paso.
Una mirada enfocada en destruir cada estructura sobre la que reposa la corrupción, tal vez ayude a salir de este círculo vicioso, de un modo compatible con nuestra historia. Una salida no traumática de una inercia que involucra a muchos, que complica la identificación de los que están fuera de ese esquema, tal vez sea una forma piadosa de encontrar un nuevo camino que nos saque de este lodo, de este pantano en el que nos destruimos unos a otros, en un mundo lleno de mentiras, hipocresías y discursos vacíos.
Mientras tanto la sociedad parece avalar la postergación indefinida de este debate relevante y se deja entrampar en falsos dilemas, buscando responsables con nombre y apellido, olvidando la importancia de enfocarse en las soluciones profundas. En la medida, que las ideologías imperantes, sigan alimentando al motor principal de esta industria pidiendo por más y mejor Estado, estaremos recorriendo el sendero de siempre y de ese modo, nunca llegará el turno de la corrupción.
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