Muchos esperan que Europa y EEUU,
como tantos otros países que han elegido creer en las mieles de la economía del
bienestar, resurjan desde las cenizas como por arte de magia.
Con diferentes matices de gravedad,
cada una de estas naciones viene transitando ese camino que los hace deambular
de crisis en crisis, aplicando recetas que no van al fondo de la cuestión con
resultados absolutamente esperables.
Durante décadas han creído, y aun
persisten en esas ideas, que el Estado puede resolver todo, o casi todo, que el
mercado es insensible y sobre todo insuficiente, y que la receta del
intervencionismo solucionaría lo que sea necesario solo con algo de sentido
común aplicado.
Bajo el paradigma de que el mercado
es meramente una utopía, construyeron una propia, esa en la que el estado es
eficiente, honesto y capaz de resolver, con más humanidad que nadie, todo lo
que el orden espontaneo dispone con la crueldad que le asignan.
Eso no solo no ocurrió nunca, sino
que nada muestra que pueda suceder alguna vez, porque esa teoría parte de una
premisa equivocada, que es la de suponer que alguien, un individuo especial,
iluminado o un conjunto de ellos con los mismos talentos, dispone de la
suficiente capacidad para comprender la complejidad del comportamiento humano y
para reemplazar a los ciudadanos en su búsqueda de la felicidad.
Semejante osadía no existe, no forma
parte de mundo real, es solo una caricatura de la realidad, donde se mezcla una
ingenuidad suprema con una perversidad conveniente que algunos alimentan con
marcado interés.
Por un lado está el infantilismo de
creer en esa posibilidad, y su contracara funcional, esa turba de atrevidos,
postulantes a inspirados, que con una soberbia evidente y poco disimulada,
intentan erigirse en protagonistas de esa casta superior, capaz de decirle a la
sociedad lo que debe hacer con sus vidas para conseguir la tan ansiada
felicidad.
Todo esto está lejos de la
racionalidad, por la simple razón de que el ser humano, es cambiante, dinámico,
porque el mundo muta, y eso es lo único realmente permanente en nuestras vidas.
Intentar resumir esa complejidad,
como si se tratara de colocar
información en una computadora para que arroje un resultado único,
homogéneo, uniforme, capaz de satisfacer a todos, es desconocer la esencia de
la humanidad.
Los países, que girando en círculos,
creen poder rescatar algo de aquella visión, seguirán transitando este eterno
andar, sin encontrar la solución. Ellos no comprenden que ese modelo no sirve,
nunca fue útil, jamás fue lo que parecía, solo produjo ese efecto placentero
por algún poco tiempo, amparado en todo lo que artificialmente puede
construirse.
Como toda fantasía, dura un tiempo.
En algún momento se cae en la cuenta de que se trata de una parodia, un gran
montaje, solo una falacia con buen aspecto. Y no está mal que se haya creído en
“espejitos de colores”. Después de todo, de las experiencias también se
aprende, o debería aprenderse al menos. Lo que no resulta razonable es seguir
creyendo en lo mismo, luego de tantas evidencias indiscutibles.
La historia del “estado del
bienestar” ha llegado a su fin. Tanta manoseo tiene consecuencias, las que se
ven todos los días, y lo saludable es hacerse cargo de ellas, y no negarlas
caprichosamente, solo porque no encajan con las presunciones de quienes han
decidido creer en sus dogmas sin cuestionarlos.
Si el mundo pudiera ser manipulado
con éxito todo el tiempo, pues ya habríamos encontrado la fórmula de la
felicidad. En realidad no existe tal cosa como esa receta, pero sí existe la
posibilidad de que cada uno de modo individual ejerza ese derecho a buscar la
felicidad en libertad, haciéndose cargo de aciertos y errores.
El estado del bienestar, ya tiene
certificado de defunción, por mucho que se resistan los burócratas e ideólogos
de esta visión, quienes a su vez son los principales beneficiarios de que la
sociedad siga apostando por esto, ya que sus ingresos personales dependen
directamente de que los ciudadanos, repletos de ingenuidad, sigan creyendo en
esta fantasía.
Va siendo tiempo de dar vuelta la
página. No saldrán jamás de estas crisis cíclicas, si no resuelven los temas de
fondo. Con pequeños ajustes, con meros cambios mínimos, no se obtendrán
resultados satisfactorios, ni se encontrará el rumbo.
Pero como en todos los órdenes,
cuando se tiene una pérdida, es momento de enfrentarla y superarla. Es
importante analizar lo que pasó, para entenderlo, pero fundamentalmente para no
repetir los errores.
Estos países ya han probado, un
estado enorme, múltiples funciones en manos públicas, manipulación monetaria,
intromisión permanente en las variables económicas, restricciones a las
libertades individuales, en fin mucho de lo que parece moneda corriente en casi
todo el planeta.
Estas naciones están en problemas, y
no saben cómo salir, porque no terminan de enterrar su fracaso. Mientras tanto
otras sociedades, como las nuestras, se encaminan hacia ese mismo destino, con
un gasto público creciente, haciendo apología de la heterodoxia y un culto al
estatismo.
Lo cierto, es que pueden retomar el
sendero, pero lamentablemente, por mucho que se postergue la decisión, esto no
culminará hasta que no toquen fondo y cambien profundamente sus convicciones.
Eso solo ocurrirá cuando decidan procesar el duelo.
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