Vi por primera vez a Carlos Fuentes
a mediados de 1975 durante un almuerzo en el lúgubre comedor de la Embajada de
México en Francia, a donde me llevaron mis padres a conocer a su amigo de muchos
años. Mi padre y el padre de Fuentes habían sido amigos de muchos años. Con la
misma insolencia que caracterizó mi relación con Fuentes durante los siguientes
37 años, lo increpé, con cariño y algo de respeto, durante la comida por su
pertenencia y su defensa al régimen de Luis Echeverría. Al escritor de 47 años,
en aquel entonces, le agradó el acalorado debate con el joven estudiante
irreverente de la Sorbona y a partir de ese momento lo empecé a frecuentar en
París, en Princeton, en México, en Londres y en muchas otras latitudes. Lo
recuerdo con el afecto propio de una amistad transgeneracional y con el
agradecimiento por todo el apoyo que me brindó a lo largo de esos años, y que
también dio a mi hijo al echarle una mano para entrar a la Universidad de Brown,
donde Fuentes fue profesor durante muchos años.
Pero mi historia con Fuentes y su
legendaria generosidad no son de interés para el lector; lo que sí tal vez
pueda serlo es evocar el papel de lo que los norteamericanos llaman un
intelectual público en el mundo a partir de sus raíces mexicanas. Junto con
Octavio Paz hasta su muerte, y después ya solo, Fuentes fue la voz de México en
el mundo. Ningún mexicano, ni el más poderoso, ni el más rico, ni el más
ubicuo, ha tenido la presencia de Fuentes en la literatura, la academia, la
política, el arte y la vida social internacional. En América Latina era el más
latinoamericano de los mexicanos: el que asistía a todas las ferias del libro,
daba todas las entrevistas, visitaba todas las universidades, se acercaba a
todos los escritores y jefes de Estado, y apoyaba todas las buenas causas.
Ningún mexicano, en mi opinión, tendrá jamás el mismo tipo de influencia en la
región.
En Europa, sobre todo en España y
Francia por la traducción de su obra, por su cercana amistad con los
principales políticos e intelectuales de esos países, por su amplio dominio del
francés y por su tiempo como embajador de México en París, llegó a ser el
representante de México no sólo ante los gobiernos, sino ante las sociedades,
las universidades, los medios de comunicación y la comunidad artística y
literaria. La preeminencia en esos dos países no significa que en otros del
Viejo Continente no vistiera también el traje de lo mejor de la mexicanidad
ante sociedades indiferentes o perpetuamente perplejas ante los enigmas
mexicanos.
Pero quizá fue en Estados Unidos
donde Fuentes desempeñó su papel más importante como mexicano emblemático,
elocuente y omnipresente. No sólo era adulado por los públicos universitarios
en el infinito número de recintos académicos que visitó a lo largo de los
últimos 40 años, sino que era buscado y procurado por presidentes, senadores,
congresistas, directores de medios, poetas y cineastas, como la personificación
de todo lo bueno, lo admirable, lo universal de México y en realidad de toda
América Latina. En Estados Unidos, a diferencia de Europa, Fuentes no era sólo
mexicano: era el intelectual latinoamericano por excelencia.
Como tal participaba activamente en
los grandes debates políticos estadounidenses desde los años 60 y sobre todo a
partir de los 70: en los periodos presidenciales de Reagan, y Bush (en contra)
y de Clinton y Obama (a favor). Ningún mexicano ha ejercido, ni creo que
volverá a ejercer, la incidencia de Fuentes en las discusiones internas de Estados
Unidos sobre su papel en América Latina. México y América Latina han perdido su
voz en ese país y en muchos otros. Una voz insustituible, elocuente, en
ocasiones estridente, pero siempre auténtica y fiel a sí misma. Con el deceso
de Fuentes concluye una etapa del intelectual mexicano y en alguna medida,
latinoamericano; como tal sólo le sobrevive Vargas Llosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario