Martín CAPARRÓS
(Buenos Aires, 1957) es escritor y
periodista, premios Planeta y Rey de España. Su libro más reciente es Los
Living, premio Herralde de Novela 2011.
Las declaraciones son confusas, como si cada
cual quisiera poder decir alguna vez que no dijo esto sino aquello, no perro
sino porro, no marrón sino motocicleta, pero, por ahora, parece que los que
resistieron la instalación de la mina a cielo abierto en Famatina consiguieron
pararla. Y es una sorpresa: hacía tiempo que en la Argentina no pasaba nada en
contra de la voluntad del gobierno. Quizá –con el peligro que tienen las
comparaciones– desde que la torpeza kirchnerista creó una alianza inverosímil
entre pequeños chacareros y grandes latifundistas para oponerse a las
retenciones agrarias. (Aunque las diferencias son notorias: para empezar, en
Famatina no había grandes intereses del lado de los que se oponían: solo
personas que querían seguir adelante con sus vidas. Y, por lo tanto, su tinte
político fue radicalmente distinto.)
En cualquier caso, el discurso nacionalista
del gobierno quedó maltrecho tras su apoyo a las mineras canadienses y por eso
–pero no sólo por eso– nos tocan unos días malvinistas. Es cierto que los
ingleses relanzaron el tema, y es cierto que en dos meses se cumplen 30 años
–30 años– de aquella guerra idiota. Pero también es cierto que el tema aparece
puntual cada vez que los gobernantes argentinos –de todo pelaje y color,
militares, peronistas, peronistas, militares, radicales breves– necesitan
distraer la atención con un rebrote de fervor patriotero.
Los argumentos, que en estos días han vuelto
a la carga, para sostener la argentinidad de las Malvinas suelen ser curiosos.
El más serio es geográfico: las islas están sentadas sobre la plataforma
continental argentina –aunque, si se fijan, es probable que Inglaterra esté,
del mismo modo, en la plataforma continental francesa. El histórico es más
complicado: fueron españolas –porque el papa Alejandro Borgia se las dio a los
Reyes Católicos en una bula de 1494, junto con medio mundo más– pero ningún
gobierno argentino las controló nunca, ni pobladores argentinos las habitaron
casi. Lo más parecido fue una patente comercial que el general Lavalle,
gobernador de la provincia de Buenos Aires, le dio en 1829 a un ciudadano
alemán, Luis María Vernet, para que se llegara hasta ese páramo y explotara sus
vacas y sus focas; después Vernet fue nombrado gobernador, se mudó con su
esposa uruguaya, ejerció un año y medio y en 1831 se fue tras un incidente con
unos pesqueros norteamericanos. En 1833 la ocuparon marinos ingleses, y desde
entonces se quedaron.
Hay, ahora, allí, pobladores cuyos mayores
llegaron mucho antes que la gran mayoría de los ancestros de nosotros
argentinos desembarcara en estas costas. Pero los malvinistas dicen que esos
señores y señoras no tienen derecho a decidir sus vidas porque no son “pueblos
originarios”. No parece importarles el detalle de que nosotros tampoco, que
nosotros también llegamos y ocupamos, y que esa plataforma continental que
integra las islas a la Argentina es parte de un territorio cuyos “pueblos
originarios” –de algún sitio– fueron diezmados y desposeídos por los ejércitos
de ocupación argentinos mucho después de que los ingleses poblaran las islas.
La debilidad de los derechos argentinos no
da, por supuesto, ningún derecho a los ingleses: ocuparon esas islas por la
fuerza como ocuparon tanto mundo en esa época, como los españoles y paraguayos
de Garay ocuparon el río de la Plata, como los argentinos de Roca ocuparon las
pampas y la Patagonia, como los mapuches las habían ocupado antes que ellos. Es
difícil enarbolar legitimidades históricas cuando cada historia empieza con una
ocupación: ¿por qué una sería más legítima que otra? Habría que ver, si acaso,
en el estado actual de cada proceso, cuál es la solución más justa no para las
patrias, esos inventos siniestros, sino para las personas.
Pero, más allá de legitimidades debiluchas y
otras chicanas leguleyas, lo que hace que el reclamo argentino sobre las
Malvinas me parezca insostenible es que lo repite un país que tiene, al mismo
tiempo, tanto territorio nacional abandonado: a grupos económicos tan
extranjeros como los que ocupan las Malvinas o a la miseria de sus ¿ciudadanos?
El conurbano bonaerense es argentino –y mientras siga habiendo desnutrición en
sus familias cualquier dinero gastado en “recuperar” las islas es grosero,
cualquier discurso patriótico es obsceno. Y toda la cordillera explotada por
mineras multinacionales que dejan chirolas a cambio de los metales que se
llevan son la prueba de que el nacionalismo de los gobiernos argentinos –y de
este gobierno argentino– es otro homenaje al carnaval.
(Yo no creo en ningún nacionalismo –pero
nunca dije que creyera. No creo que una gran minera argentina sea mejor para la
mayoría de los argentinos que una gran minera extranjera; no creo, en general,
que un explotador argentino sea mejor que un explotador extranjero, pero ésa es
la utilidad de los nacionalismos: diluir las diferencias que realmente importan
en las puramente simbólicas, discursivas).
Malvineamos, estos últimos días, y eso hizo
que se hablara menos de Famatina, de la entrega de recursos naturales por
monedas, y de cómo sus promotores oficiales tuvieron que morder el freno.
Decíamos: hacía mucho que en la Argentina no pasaba nada en contra de la voluntad
del gobierno peronista. Las –muy menguadas– oposiciones juegan, en general, un
papel defensivo: intentan responder a los temas que la presidenta pone en las
primeras planas. Este gobierno peronista es, sobre todo, el dueño de las
palabras: el que decide de qué se habla en la Argentina. Y no porque sea una
dictadura, como gritan algunas vírgenes cansadas; lo consigue porque es la base
de su política, porque inventa todo el tiempo cosas que contar, porque no tiene
pudor en gastar millones del dinero público para difundirlas.
Voy a decir una obviedad: si algo sabe este
gobierno peronista es definir la agenda, o sea: son capaces de imponer los
temas de los que los demás vamos a hablar. Voy a decir otra: si algo no saben o
no hacen sus diversos opositores es definir la agenda, o sea: no son capaces de
imponer los temas de los que los demás vamos a hablar. Y voy a decir una
tercera: el que define la agenda tiene una ventaja decisiva en la pelea
política.
El tema Famatina llegó a la atención pública
sin que los gobiernos provincial o nacional quisieran: habrían preferido, al
respecto, la salud de los silencios. Eso lo hace particularmente interesante:
porque muestra otra vez la fuerza que adquieren ciertos movimientos cuando
pueden imponer un tema propio. Este era, todavía, defensivo: la reacción contra
una medida del gobierno que muchos percibieron como dañina. Si esos movimientos
–y los grupos de intelectuales que ahora se reúnen para discutir lo que hace el
gobierno– pudieran elaborar sus propios temas y lanzarlos, mucho cambiaría en
el panorama político argentino.
Se acabaría, para empezar, la ficción de que
puede haber una oposición, la Oposición. Si su función deja de ser defensiva
–ay no hagan esto, ay cómo hacen lo otro–, si empiezan a proponer temas, sus
diferencias se harán más y más claras. Pero, sobre todo: el gobierno, en lugar
de decir de qué se habla, tendría que empezar a contestar.
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