Marcelo
GIOSCIA CIVITATE
La amplísima
cobertura que ha tenido el caso de la menor que debió ser entregada –en
cumplimiento de una orden judicial- a sus padres adoptantes, ha puesto de
manifiesto a la sociedad en su conjunto, aspectos poco conocidos de los
procedimientos por los que deben pasar quienes deciden adoptar un niño que, en
general, no imagina el común de la gente. Tal vez por ello, esta sobre
exposición mediática del asunto –que no se condice con la reserva con que
generalmente se tratan estos temas- supuso para vecinos y conocidos de las familias
directamente implicadas, (e incluso para quienes hasta llegaron a firmar una
suerte de petición al mismísimo Sr. Presidente de la República) un “tomar
partido” por una u otra posición contrapuesta, como si de un torneo deportivo
se tratara.
Pero, resulta
del caso significar que, más allá de apoyar a la “familia sustituta” o
inclinarse por los derechos de la “familia adoptante”, todos coincidieron en
que las normas que regulan este tipo de procedimientos deben ser revisadas.
En solitario
quedó el Instituto que debiera velar en todo caso, por el “interés superior del
menor”, al sostener “la legalidad de los procedimientos y su legitimidad”
(cuando nadie en su sano juicio pudo poner en dudas, ni una cosa ni otra), ya
que por lo que establece la Ley o por la incuestionable pertinencia legal de su
intervención, nada impide cuestionar la prolijidad de su proceder, ni menos la
ausencia de celeridad que sus servicios debieron imprimir a un trámite que
afecta y cómo, intereses de personas, que por su naturaleza inmaterial, son de
muy difícil reparación.
¿Cómo poder
estimar el daño moral que han padecido las familias implicadas en este asunto? ¿Cómo poder restaurar las
expectativas truncadas? ¿Hasta dónde asumir las propias responsabilidades, sin
pretender que son otros los que tienen la culpa de las “injusticias”?
Porque, más
allá del reciente fallo judicial de la Sra. Juez de Feria en el que se confirma
la tenencia de la niña por los padres adoptantes, (que hace cuestión tanto a la
acción de amparo impetrada, como al desprolijo proceder del INAU -Instituto de
la Niñez y Adolescencia del Uruguay- y a las demoras que se advierten al
resolver la adopción) nadie puede poner en duda el duelo y el dolor que esta
decisión conlleva para los padres sustitutos y los integrantes de su familia.
Para quienes, las demoras de la Administración, no hicieron más que profundizar
un vínculo y conductas de apego y afectos con la niña (que a la postre
supusieron falsas expectativas) que, nadie más que ellos, llegan a calibrar en
su verdadera dimensión.
Porque al
drama de un menor abandonado, por el que en este caso se disputan su tenencia
dos familias, se suma el cúmulo de sueños rotos de quienes abrigaron la
esperanza de permanecer a cargo del mismo y el legítimo derecho de los padres adoptantes
que, con no menos angustias y ansiedades esperaron integrar a su familia por el
procedimiento de la adopción a este menor que se les asigna.
Urge
reformar los procedimientos que regulan esta delicada materia, urge profundizar
la profesionalización de quienes tienen que intervenir en estos asuntos, urge
en suma que se tome conciencia de que la fría letra de la ley o los discursos
interesados a favor de una u otra posición, no alcanzan para proteger “el
interés superior del menor”, concepto que quizá por su misma amplísima
proyección muchas veces, en los hechos, se soslaya.
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