César GARCÍA ACOSTA
La obtención de información, su análisis,
reflexión así como la etapa de toma decisión en materia de políticas públicas
educativas, ha sido siempre traumática en Uruguay.
Las grandes reformas que se dieron en
períodos políticos controversiales han sido prueba de ello, como la
“vareliana”, e incluso la sucedida en la década del setenta ante un sistema
educativo corporativista enfrentado no sólo a un Gobierno, sino al mismo sistema
republicano.
Pasaron casi 40 años de las críticas
acérrimas a la reforma educativa setentista y actualmente, con el antecedente
de la reforma “Rama” en la memoria, otra vez se observa en forma nítida esa
sensación de confrontación con el sistema, con la república como valor a
preservar, porque los docentes de modo corporativo creen ser los tutores de la
educación en sí misma.
Y no lo son.
Si el Parlamento acuerda bases programáticas
para la conformación de una política pública educativa, los gremios de la
enseñanza no pueden alzar su voz para que se la escuche más que la del pueblo,
y mucho menos pueden someter los acuerdos multipartidarios de quienes nos
representan por decisión electoral. Si a la enseñanza se le otorga por vía
directa o indirecta de parte del Gobierno, un 4,5% del PBI, no puede seguir
reclamándose que en realidad la cuestión debería pasar más por lo salarial y no
por la construcción de un escenario que en materia de reforma los involucre a
todos los actores del proceso educativo: a los edificios donde tienen sede las
escuelas, liceos y las universalidades, los instrumentos técnicos de los que se
valen para impartir enseñanzas, y los mismos docentes que son parte del
complejo engranaje educativo, quienes obviamente no deben ser un fin en sí
mismo.
Pero los docentes arman sus llamadas ATD
(asambleas técnico docentes) como si se tratara de un sistema de democracia
directa que todo lo legitima, en vez de crear esquemas educativos amplios y
específicos a cada problema del universo que los requiere, dedicándose de lleno
al alumnado.
Ese alumnado sí es un fin primordial, y debe
él y no otro interés el objeto de desvelo político y filosófico ded la
República, no de un gremio.
Por eso los docentes son intelectualmente
criticables, porque son soberbios, porque someten en su discurso a una
población a la que saben que no asisten, y a la que han politizado desde el
tiempo en que el Frente Amplio era oposición y no Gobierno.
Hoy que las cosas han cambiado y que el
eslogan de “obreros y estudiantes juntos y adelante” parece ser una consigna
del pasado y nada más, así como el “a desalamblar” que entonaba Viglietti por
los tablados setentistas de Malvín, la izquierda “caviar” y la izquierda
“populista” deberán repensar su forma de politizar la vida de un país que, como
consecuencia de la falta de educación, se debate entre la inseguridad ciudadana
y el alto PBI que nos asigna el internacionalismo, casi siempre desligado de
los asentamientos y de la creciente inflación.
Perder el rumbo es no respetar el republicanismo
que nos nutre desde hace más de 200 años. Somos distintos en el sur de las
Américas por nuestros antecedentes en un temple educativo que empezó a
desaparecer y que está en caída libre.
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