Fernando HENRIQUE CARDOSO
Pasó más de medio siglo desde la creación de
la ONU y los fundamentos del orden mundial se han transformado enormemente. Se
necesitan líderes globales que, sin renunciar a los ideales universales de
1945, convoquen a la mesa a los nuevos protagonistas.
Ante los horrores de la Segunda Guerra
Mundial, los vencedores se dispusieron a crear la Organización de Naciones
Unidas (ONU) y otras instituciones internacionales para impedir las grandes
conflagraciones y regular, dentro de lo posible, los temas de interés general.
Algunos de esos temas son el comercio, con la Organización Mundial de Comercio,
y los desequilibrios financieros globales y la ayuda a los países endeudados,
con el Fondo Monetario Internacional. También se crearon otras para promover el
desarrollo (el Banco Mundial) y para remediar las cuestiones básicas de los
pueblos en materia de salud (la Organización Mundial de la Salud) y de
educación (la Unesco).
Aunque todavía lejos del ideal, es innegable
que esas organizaciones han logrado ciertos progresos. En por lo menos un punto
muy importante la ONU salió victoriosa: a pesar de la guerra fría, no se dio
ningún choque directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En el período
de la posguerra fría tampoco se ven riesgos de confrontación militar entre
China y las potencias occidentales.
Sin embargo, ocurre que ya pasó más de medio
siglo desde la creación de la ONU y los fundamentos económicos y políticos del
orden mundial se han transformado enormemente.
Por lo menos cuatro hechos significativos imponen
una revisión de esas instituciones internacionales: el fin de la Unión
Soviética, la increíble expansión económica de China, la reaparición del mundo
islámico en la escena internacional y la emergencia de nuevos polos de poder
económico y político en el mundo (no solamente los BRIC - Brasil, Rusia, India,
China - sino también Turquía, Irán, Sudáfrica, Corea del Sur, entre otros
países asiáticos). Y no olvidemos que Japón y Alemania, que no tienen un
asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, se han colocado en la cumbre de
la economía mundial.
En el mundo occidental, la transformación de
mayor significado fue la construcción de la Unión Europea, por su alcance
político y civilizatorio. Ese movimiento unificador fue consecuencia del mismo
impulso que llevó a la formación de la ONU: cansadas de pelear, Alemania y
Francia se convirtieron en el sostén de la Comunidad Europea, conjunto de
naciones cuyas relaciones deben basarse en la solidaridad entre la Europa más
rica y la más pobre, en un acuerdo supranacional que busque la paz cimentada en
la prosperidad común.
Considerados en conjunto, los acontecimientos
político-económicos de la posguerra mundial fueron capaces de sustituir la
guerra con la lucha por mejores posiciones en la producción, en el comercio y
en las finanzas mundiales. Los conflictos retrocedieron al ámbito regional y,
en muchos casos, tuvieron, después del hundimiento de la Unión Soviética y los
ideales comunistas, más fundamentos culturales y religiosos que propiamente
económicos.
Las transformaciones en el sistema productivo
de los últimos 40 años, con una serie de avances tecnológicos, permitieron una
expansión económica a escala global sin guerras ni anexiones territoriales. La
actual globalización, sin embargo, difiere de la anterior expansión
capitalista, denominada generalmente como imperialismo, en que ésta imponía el
poder de los Estados con ejércitos, guerras y ocupaciones coloniales.
¿Qué modificaciones sobrevendrán del cuadro
de poder que se va esbozando en el mundo, sumado a la crisis financiera
iniciada en 2007 y que perdura a la fecha? Una cosa parece cierta: el
predominio de Occidente se ve disputado por la emergencia de factores
económicos, demográficos e incluso culturales sino-céntricos o, mejor dicho,
'asiático-céntricos. Está reabierto el camino al extremo oriente.
El francés Dominique Moïsi, analista político
de la escena internacional, ha insistido en una tesis, expuesta en el libro La
geopolítica de la emoción (Anchor Books, New York, 2010). En un artículo
reciente (publicado por el Project Syndicate), él mostró que Estados Unidos
está tratando de adaptarse a lo que llama el ''siglo de Asia", formando
una comunidad económica con los países de ese continente.
Desde los años '90, algunos países
emergentes, como el mismo Brasil, se han ido aproximando a China y a Asia en
general, siendo que, en nuestro caso, las relaciones con Japón son más antiguas
y ya fueron más estrechas. Los países africanos, sin ser ''economías
emergentes", del mismo modo se vinculan cada vez más con China como
exportadores de materias primas, tendencia seguida por varios países de América
Latina. Con las consecuencias económicas de la crisis financiera actual, es
natural que se refuerce la tendencia a depender de Asia. Europa se ha escapado
de ella, aunque no haya sido capaz de tomar decisiones que pongan fin a la
debacle económico-financiera allí.
Viejas tensiones han vuelto a exaltar los
corazones europeos. Berlín quiere mantenerse en la ortodoxia financiera; no
acepta que el Banco Central Europeo les preste a las tesorerías nacionales;
teme que los electores reaccionen negativamente a la ayuda otorgada a países
que, desde su punto de vista, no supieron ser previsores. Por eso se niega a
emitir bonos salvadores a cambio de títulos de deuda de los bancos y países
europeos. Es como si, de alguna manera, volviéramos al lenguaje de la guerra.
En algunos países europeos ocurrió la quiebra de la política: en cuanto los
pueblos protestan indignados, los "mercados" reaccionan y consiguen
imponer primer ministros, tal es la desmoralización de los partidos y de la
clase dirigente.
En este panorama, es urgente que aparezcan
líderes globales del calibre de los que lograron crear la ONU y sus diferentes
organizaciones, y de los que construyeron la vieja-nueva Europa. Los gobiernos
estadounidenses ya erraron mucho al no percibir el significado del mundo árabe
e islámico y tratar de imponerle su estilo de democracia, cuando ellos mismos
se debatían en dificultades económicas y políticas.
El mundo entero paga el precio de la
expansión del terrorismo y de la casi imposibilidad de mantener unidas las
diversas comunidades religiosas, culturales y nacionales bajo el dominio de un
mismo Estado. Cayó Irak pero no llegó la paz. Afganistán padece entre la
corrupción y los señores de la guerra y del opio. En Libia, una intervención
que tenía propósitos humanitarios recorrió el camino de las atrocidades y por
ahí vamos, sin mencionar las áreas más candentes, como Palestina e Israel, Irán
y Pakistán.
Con realismo, pero sin perder de vista los
ideales universales diseñados en 1945, es urgente que las potencias dominantes
reconozcan las nuevas realidades e inviten a su mesa a los que tienen voz y
voto en el mundo.
Ojalá que Moïsi tenga razón y que los
dirigentes estadounidenses estén construyendo las bases para unas relaciones
estables, de paz, prosperidad y respeto a los derechos humanos con Asia, sin
ambicionar difundir ahí su ideología política ni, mucho menos, aceptar la
generalización del modelo chino.
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