La Rendición de Cuentas, un espejismo

Ope PASQUET
Reconozco de entrada que referirse a la Rendición de Cuentas del ejercicio 2009, mientras ya se está discutiendo el Presupuesto quinquenal, es algo así como comentar los partidos de la Eliminatoria mientras se está jugando el Mundial.

Lo que pasa es que me tocó integrar en representación del Partido Colorado la Comisión de Presupuesto del Senado –gajes del oficio...-, y en ese ámbito se está considerando el Proyecto de Ley de Rendición de Cuentas que ya aprobó la Cámara de Diputados.

El proyecto mismo es muy breve y muy sencillo. Como se sabe, consta de apenas dos artículos. El artículo primero contiene las palabras sacramentales (“Apruébase la Rendición de Cuentas...”) y las cifras del déficit (respecto de éstas es que se plantea la conocida controversia entre el gobierno y el Tribunal de Cuentas). El artículo segundo de esta Rendición faculta al Poder Ejecutivo para disponer promociones en la Policía, sin ajustarse a todas las exigencias que en la materia establece la Ley Orgánica Policial.

Sobre los dos artículos mentados, las impresionantes pilas de papeles llenos de cifras, cuadros y datos que los acompañan, y el “Informe Económico Financiero” del Poder Ejecutivo que sirve de introducción y comentario político a lo anterior, se produce el trabajo parlamentario. Cada Cámara dispone de 45 días para estudiar el proyecto, discutirlo y votarlo (Constitución, artículo 217). En ese lapso van al Parlamento los ministros con sus asesores, se reúnen las bancadas de los partidos políticos con los suyos, sesionan las Comisiones de Presupuesto y Hacienda integradas, se les hacen algunas preguntas a los ministros (no muchas, porque no hay tiempo), se discute (no mucho tampoco, por la misma razón), se redactan los informes de mayoría y minoría (suele haber más de un informe en minoría, uno por cada uno de los partidos de la oposición), se eleva el proyecto y los informes al Plenario y allí se discute y se vota.

Lo normal –que es además lo razonable- es que la discusión se concentre en las generalidades: el acierto o desacierto de la gestión de gobierno, el nivel de los impuestos, el gasto, la deuda, la inversión, etc. Algún legislador puede enfocar algún tema en particular –el estado de las rutas nacionales, por ejemplo, o la cantidad de nuevos funcionarios públicos designados en el año electoral, etc.-, pero no es frecuente que así suceda. Menos frecuente todavía es que en el debate de cuestiones específicas, como las señaladas a título de ejemplo u otras, se analicen críticamente los datos que la repartición pública respectiva haya producido, para rendir cuentas del modo en que ejecutó sus créditos presupuestales.

Desde que rige la Constitución de 1966, dichos créditos presupuestales se asignan, en cada inciso (un inciso es un Ministerio, por ejemplo, o la Presidencia de la República, etc.), “por programa”. Esto significa que el dinero (la partida presupuestal) se le da a cada organismo público para que con él financie las actividades que constituyen, precisamente, el “programa”. En la lógica del “presupuesto por programas” que establece nuestra Constitución, la rendición de cuentas debe comprender no sólo lo financiero (cuánto dinero se le entregó a cada Unidad Ejecutora dentro de cada “inciso” presupuestal, cuánto gastó, etc.) sino también los resultados efectivamente alcanzados con los recursos utilizados.

Los organismos públicos, tanto los de la Administración Central como los del famoso artículo 220 de la Constitución (el Poder Judicial, el TCA, la Corte Electoral, etc.), presentan sus respectivas rendiciones de cuentas comprendiendo los aspectos antes mencionados. Obviamente, algunos lo hacen mejor que otros, es decir, con información más completa y precisa, presentada de manera más comprensible, etc. (aceptemos, salvo prueba en contrario, que el grado de veracidad es el máximo en todos los casos).

Pero lo cierto es que el Parlamento, de hecho, no puede digerir toda esa masa de información que le llega con cada Rendición de Cuentas. En otros términos: no es materialmente posible controlar el cumplimiento de la totalidad, ni de la mayoría, ni siquiera de una buena parte de los programas presupuestales. El Parlamento no controla realmente los resultados concretos de la gestión administrativa y de gobierno. Se podrá elegir un organismo o un programa y examinarlo con lupa, pero se tratará siempre de casos excepcionales.

Casi está demás decir que esto es así por lo menos desde 1985, y seguramente era así también antes de 1973. El problema no es político partidario, ni ideológico; es institucional. El Parlamento debería poder controlar eficazmente los resultados de la gestión del Poder Ejecutivo y, en general, de todas las entidades o agencias que administran dineros públicos. En los hechos, sin embargo, no es así. La gestión de la hacienda pública y su control por el Parlamento están diseñados de tal manera, que un control verdadero es materialmente imposible, por más voluntad política o buena voluntad, simplemente, que se ponga en el asunto.

Tal vez un control completo y cabal no exista en ninguna parte; pero seguramente podemos mejorar mucho, antes de toparnos con los límites de lo que es humanamente posible hacer.

Mientras tanto, seamos concientes de que el trámite parlamentario de la Rendición de Cuentas es una buena “pretemporada” para la discusión política del Presupuesto, pero nada más.

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