Por Ope Pasquet
Argentina y Uruguay llegaron a un acuerdo equilibrado y razonable para superar, por fin, el largo y dañino diferendo suscitado por la instalación de una gran planta de fabricación de pasta de celulosa en la ribera oriental del río Uruguay.
Para no extendernos demasiado, no resumiremos aquí el contenido del acuerdo –que suponemos conocido- y pasamos directamente a comentarlo.
Ante todo, es positivo el hecho mismo de que hayan sido los jefes de estado de ambos países los que hayan formalizado el entendimiento. El “monitoreo conjunto” en el interior de los establecimientos a controlar, no está previsto por el Estatuto del Río Uruguay de 1975, ni fue impuesto para la planta de UPM (ex Botnia) por la sentencia de la Corte Internacional de Justicia del pasado 20 de abril; no podía, por lo tanto, disponerlo la CARU por sí sola, como si se tratara meramente de instrumentar una cuestión ya resuelta. Se requería un nuevo y expreso acuerdo entre ambos Estados para habilitar dicho monitoreo conjunto. Así lo entendieron ambos gobiernos, y actuaron en consecuencia.
En segundo lugar, es también positivo el hecho de que el acuerdo haya sido celebrado solamente entre los Estados parte en la controversia. Nada tenía que hacer aquí Brasil, que se desentendió del asunto, por considerarlo bilateral entre las naciones platenses, cuando Uruguay quiso tratarlo en el Mercosur.
En tercer lugar: el acuerdo respeta el principio básico de la igualdad soberana de los Estados. No se trata de controlar a la planta de UPM, exclusivamente, sino de “monitorear el Río Uruguay y todos los establecimientos industriales, agrícolas y centros urbanos que vuelcan sus efluentes al Río Uruguay y sus áreas de influencia” (apartado “A” del acuerdo). Las actividades de control que se cumplan del lado uruguayo, pues, podrán cumplirse también del lado argentino, y viceversa.
Cuarto: la soberanía sale ilesa, porque las acciones que hagan efectivo el monitoreo serán tomadas por el órgano público que en cada Estado corresponda, acompañado por el “Comité Científico” de cuatro miembros (dos de cada nacionalidad) que se crea por el acuerdo. En Uruguay, pues, actuará la DINAMA, en presencia de científicos uruguayos y argentinos que se desempeñarán como veedores.
Quinto: no se podrá ingresar a un mismo establecimiento más de doce veces por año. Se abandonó, pues, la peregrina idea del “acceso irrestricto” en cualquier tiempo, equivalente a una suerte de intervención de la planta inspeccionada y capaz por eso mismo de distorsionar su actividad.
Sexto: el Comité Científico se creará en el seno de la CARU. Se respeta pues la institución creada por el Estatuto del Río Uruguay de 1975, observando así las recomendaciones contenidas en la sentencia de la Corte de La Haya.
Séptimo: se controlarán no sólo los efluentes líquidos, sino también “las emanaciones gaseosas que puedan acceder al Río Uruguay”. Esta disposición va más allá del Estatuto del Río Uruguay, que sólo se refiere al medio acuático. Es positivo que se amplíen los controles, siempre que se cumplan las formalidades pertinentes.
Me refiero, específicamente, a la necesidad de que el acuerdo sea ratificado por el Parlamento, de conformidad con lo dispuesto por el artículo 85, numeral 7º de la Constitución. Así como el Estatuto del Río Uruguay fue ratificado por ley, tanto en Argentina como en Uruguay, las modificaciones que acaban de estipular los presidentes deben seguir el mismo trámite, porque es lo que corresponde y porque de esa manera se le dará solidez institucional a un entendimiento que debe tenerla, para producir todos los efectos que cabe esperar de él.
El acuerdo entre Uruguay y Argentina es pues claramente positivo. Pone fin a un largo litigio y da comienzo a una nueva etapa, que todos deseamos que sea de cooperación franca y eficaz, en las relaciones entre los dos países.
Los uruguayos debemos reconocerle al presidente Mujica y al canciller Almagro, el éxito de sus gestiones en este importante y delicado asunto. Lograron, en cinco meses, lo que el gobierno del Dr. Vázquez no pudo lograr en cinco años. Obviamente, los gobernantes argentinos también aportaron lo suyo para llegar al resultado que celebramos; corresponde señalarlo y subrayarlo, para contribuir a que vaya cediendo el enojo de muchos ciudadanos uruguayos con las autoridades del otro lado del río.
Sin la sentencia de la Corte de La Haya, empero, la buena voluntad de los gobiernos no habría sido suficiente para superar un problema que había encrespado a sectores de la opinión pública de ambos países. Sólo después que quedó claro que no hay prueba alguna de contaminación y que por lo tanto no habrá relocalización de la planta de UPM, ni cambio impuesto desde afuera en la técnica de producción por ella empleada, fue posible transar las diferencias de manera racional y constructiva.
No estoy de acuerdo, pues, con los que lamentan que el juicio ante la Corte Internacional de Justicia haya tenido lugar. Entre abogados suele decirse que “es mejor un mal arreglo que un buen pleito”. En este caso, me temo que sin pleito no hubiera habido arreglo. Y es bueno que se sepa que Uruguay, sin caer en ridículas bravuconadas ni faltarle el respeto a nadie, está dispuesto a ir a La Haya, si es preciso, para defender su derecho y sus razones.
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